En esta ocasión traigo a estas páginas un post que
he leído mientras investigaba en otros blogs, y que me parece que encaja muy
bien con nuestro propósito ya que trata sobre la conveniencia y la necesidad de
fomentar nuestras capacidades.
La lista de las cinco personas vivas en 2013 con el mayor Cociente Intelectual
(CI) es la siguiente (tened en cuenta que el CI promedio de la población está
entre 90 y 110):
5. Gary Kasparov: campeón de
ajedrez, 190.
4. Rick Rosner: guionista
de televisión y cine, 192.
3. Kim Ung-Yong: físico,
210.
2. Christopher Hirata: doctor en
Astrofísica por la Universidad de Princeton, 225.
1. Terence Tao: doctor en
Física por Princeton, con un CI de 230.
A la gente
le gusta esta clase de listas. Además, la gente suele adjudicarle demasiada
importancia a las virtudes o defectos innatos, difícilmente maleables, como, por ejemplo, la altura, la
‘guapura’, el color de la dermis o de la sangre, la bondad, el altruismo, la
sensibilidad y, naturalmente, el CI. No advierten que dichas virtudes (aunque
pequen de tautológicos al definir como virtud algo en lo que su poseedor apenas
ha participado) surgen de una arcana y rocambolesca combinación entre genética,
biología, cultura y religión.
En
contrapartida, la virtud nacida del empeño y la transpiración no posee ninguna
consideración de envergadura. Resulta más llamativo que alguien posea un
Cociente de Inteligencia de 190 o unos ojos cautivadores que el mismo sujeto
haya realizado algún descubrimiento trascendental a pesar de que arrastra una
rémora intelectiva. «Qué listo es mi niño» se suele oír por ahí. Pero nadie
dice: «Con lo cazurro que es mi niño y con la escasa memoria que tiene, se ha
licenciado en Medicina con matrícula de honor».
Pero nos
equivocamos. Tal y como sugiere un estudio de Carol S. Dweck publicado en Scientific
American Mind si elogiamos la inteligencia de un alumno, entonces le
transmitimos la sensación de que su logro es innato. En tal caso, el alumno
aspira a continuar dando la impresión de que es inteligente, lo que le evita
asumir riesgos, cometer errores y parecer tonto. La cuestión es que la única
manera de progresar es empujado por ese triunvirato. Al elogiar a un alumno por
su trabajo y su esfuerzo, y no por su inteligencia, entonces el alumno refuerza
su percepción de él mismo y le predispone a asumir tareas arduas y a considerar
los errores como parte del proceso. También puede valorar la posibilidad de que
quizá debería esforzarse aún más.
Os contaré
un pequeño cotilleo personal al respecto que ilustra estas dos posturas. Cuando
yo estudiaba en el colegio, debido a
problemas de salud, apenas podía asistir a clase. Al restablecerse mi
salud, mi nivel académico estaba unos pasos por detrás de mis compañeros, lo
que me producía tal grado de pudor que empecé a fingir que seguía enfermo para
no someterme a ningún agravio comparativo. Ello, a su vez, agudizó el problema.
Mi tutora, delante de toda la clase, llegó a alabar mi inteligencia, aduciendo
que sería capaz de ponerme al nivel de todos enseguida. Cuando ello no ocurrió,
y yo continué ausentándome en clase de manera regular y en muchas ocasiones sin
justificación médica al respecto, mi tutora volvió a dirigirse a mí frente a
toda la clase en estos términos: «Hombre, Parra, si has venido a clase. Aunque
sinceramente no sé para qué, si de mayor vas a ser basurero».
La anécdota
es completamente cierta, aunque suene delirante. Pero lo importante fue que mi
tutora solo tuvo en cuenta mi inteligencia por encima de todas las cosas: podía
tener suficiente como para equipararme a mis compañeros de clase a pesar de no
asistir casi nunca a clase, o podía no alcanzarles. De mi CI dependía. Y por mi
CI, habida cuenta de que aquel año suspendí casi todas las asignaturas, debía
ser de imbécil.
Afortunadamente,
al llegar al instituto me encontré con otro profesor que alabó mi manera de
redactar. Me propuso un trato: por cada cuento de dos páginas que le
presentara, me subiría la nota final 0,1 puntos. Podría presentar un máximo de
diez cuentos. Ese profesor confiaba en mi talento, pero solo iba a recompensar
mi esfuerzo. Y funcionó, supongo, y por eso estoy ahora mismo escribiendo estas
líneas y no recogiendo la basura; aunque reconozco que el miedo de que la
profecía de mi tutora se cumpla continúa ahí agazapado (precisamente por eso,
también, sospecho que escribo: para demostrarme que se equivocaba. Quién sabe.
Se puede
leer todo el post en: http://www.yorokobu.es/por-favor-nunca-me-digas-que-soy-inteligente/