Hannah Arendt fue una filósofa
alemana, de origen judío, alumna y amante de Heidegger, que se exiló en Francia
para huir del acoso nazi y que, cuando éstos ocuparon el país Galo, pudo
obtener un salvoconducto para viajar a Estados Unidos, donde ejerció como
periodista, como catedrática en varias universidades y donde obtuvo
la nacionalidad americana.
El año pasado se estrenó una
película en la que se narra un pasaje de la vida de esta mujer. Los servicios
de espionaje judíos detuvieron en Argentina a un dirigente de las SS, Adolph
Eichmann, encargado del traslado de los prisioneros a campos de concentración
(que posteriormente la dialéctica de los vencedores les dio el nombre de
“campos de exterminio”). Sería juzgado en Jerusalén y ella escribió al The New
Yorker postulándose como corresponsal para cubrir la noticia, justificando su
interés en su propia experiencia y en su deseo de conocer de primera mano lo
acontecido durante aquellos años oscuros.
Eichmann, estaba previamente
condenado por toda la sociedad internacional y, especialmente, por la judía por
haber enviado a miles de compatriotas a las cámaras de gas. Sin embargo, lo que
Arendt pudo ver en el juicio fue a un mediocre funcionario que cumplía órdenes
dentro de un aparato burocrático y que no era culpable del genocidio del que se
le acusaba. Su punto de vista le
generó todo tipo de enemistades, fue declarada persona non grata por las autoridades
judías, sufrió amenazas e insultos en Estados Unidos y estuvo a punto de ser
despedida de su trabajo, y si no lo fue se debió a su altura intelectual que le
permitió mantener y justificar su punto de vista con argumentos firmes y bien
fundados.
Lo que Hannah Arendt defendía era
que se juzgaba a Eichmann por genocidio y que él no era culpable de eso. Este
nazi tan sólo era una pieza dentro de una maquinaria burocrática en la cual él
no tenía ninguna capacidad para tomar otras decisiones diferentes a las que
tomó. ¿Quién era culpable?, le preguntaban y ella respondía que los que tenían
capacidad para pensar (para discernir) y que ese señor no la tenía.
A raíz de aquel episodio escribió
sobre la “banalización del mal”
Toda esta historia viene al caso
para preguntarnos en qué medida somos capaces de tomar nuestras propias
decisiones y orientar nuestras vidas por el sendero que deseamos que vayan; en
qué medida los condicionantes económicos, familiares, el ejemplo de los demás,
los valores (o sin valores) de nuestra sociedad nos convierte en un mero
ejecutor de conductas previsibles y establecidas para comportarnos como se espera
que lo hagamos, limitando nuestra capacidad de actuar libremente.
Mediante el coaching ayudamos al
cochee a que tome sus propias decisiones y que enfoque su vida por el sendero
que desea ¿pero realmente tenemos capacidad para decidir cuál es el sendero que
deseamos? ¿tenemos capacidad de discernir?
A veces elegimos, otras veces también. Cuestión distinta es si las elecciones que adoptamos pueden ser objetivamente positivas para nosotros, o mejor para nuestro futuro. El autor ya lo dice, elegimos en función de circunstancias, pero nuestra decisión viene en función del placer o dolor que en ese momento deseamos o toleramos. Y ello incluye, por supuesto, el altruismo que no es más que una no opción para aquellos que moralmente están sujetos a la columna del deber o del amor al prójimo.
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