viernes, 26 de septiembre de 2014

Por favor, nunca me digas que soy inteligente.


En esta ocasión traigo a estas páginas un post que he leído mientras investigaba en otros blogs, y que me parece que encaja muy bien con nuestro propósito ya que trata sobre la conveniencia y la necesidad de fomentar nuestras capacidades.


La lista de las cinco personas vivas en 2013 con el mayor Cociente Intelectual (CI) es la siguiente (tened en cuenta que el CI promedio de la población está entre 90 y 110):

5. Gary Kasparov: campeón de ajedrez, 190.
4. Rick Rosner: guionista de televisión y cine, 192.
3. Kim Ung-Yong: físico, 210.
2. Christopher Hirata: doctor en Astrofísica por la Universidad de Princeton, 225.
1. Terence Tao: doctor en Física por Princeton, con un CI de 230.

A la gente le gusta esta clase de listas. Además, la gente suele adjudicarle demasiada importancia a las virtudes o defectos innatos, difícilmente maleables, como, por ejemplo, la altura, la ‘guapura’, el color de la dermis o de la sangre, la bondad, el altruismo, la sensibilidad y, naturalmente, el CI. No advierten que dichas virtudes (aunque pequen de tautológicos al definir como virtud algo en lo que su poseedor apenas ha participado) surgen de una arcana y rocambolesca combinación entre genética, biología, cultura y religión.
En contrapartida, la virtud nacida del empeño y la transpiración no posee ninguna consideración de envergadura. Resulta más llamativo que alguien posea un Cociente de Inteligencia de 190 o unos ojos cautivadores que el mismo sujeto haya realizado algún descubrimiento trascendental a pesar de que arrastra una rémora intelectiva. «Qué listo es mi niño» se suele oír por ahí. Pero nadie dice: «Con lo cazurro que es mi niño y con la escasa memoria que tiene, se ha licenciado en Medicina con matrícula de honor».

Pero nos equivocamos. Tal y como sugiere un estudio de Carol S. Dweck publicado en Scientific American Mind si elogiamos la inteligencia de un alumno, entonces le transmitimos la sensación de que su logro es innato. En tal caso, el alumno aspira a continuar dando la impresión de que es inteligente, lo que le evita asumir riesgos, cometer errores y parecer tonto. La cuestión es que la única manera de progresar es empujado por ese triunvirato. Al elogiar a un alumno por su trabajo y su esfuerzo, y no por su inteligencia, entonces el alumno refuerza su percepción de él mismo y le predispone a asumir tareas arduas y a considerar los errores como parte del proceso. También puede valorar la posibilidad de que quizá debería esforzarse aún más.

Os contaré un pequeño cotilleo personal al respecto que ilustra estas dos posturas. Cuando yo estudiaba en el colegio, debido a problemas de salud, apenas podía asistir a clase. Al restablecerse mi salud, mi nivel académico estaba unos pasos por detrás de mis compañeros, lo que me producía tal grado de pudor que empecé a fingir que seguía enfermo para no someterme a ningún agravio comparativo. Ello, a su vez, agudizó el problema. Mi tutora, delante de toda la clase, llegó a alabar mi inteligencia, aduciendo que sería capaz de ponerme al nivel de todos enseguida. Cuando ello no ocurrió, y yo continué ausentándome en clase de manera regular y en muchas ocasiones sin justificación médica al respecto, mi tutora volvió a dirigirse a mí frente a toda la clase en estos términos: «Hombre, Parra, si has venido a clase. Aunque sinceramente no sé para qué, si de mayor vas a ser basurero».

La anécdota es completamente cierta, aunque suene delirante. Pero lo importante fue que mi tutora solo tuvo en cuenta mi inteligencia por encima de todas las cosas: podía tener suficiente como para equipararme a mis compañeros de clase a pesar de no asistir casi nunca a clase, o podía no alcanzarles. De mi CI dependía. Y por mi CI, habida cuenta de que aquel año suspendí casi todas las asignaturas, debía ser de imbécil.
Afortunadamente, al llegar al instituto me encontré con otro profesor que alabó mi manera de redactar. Me propuso un trato: por cada cuento de dos páginas que le presentara, me subiría la nota final 0,1 puntos. Podría presentar un máximo de diez cuentos. Ese profesor confiaba en mi talento, pero solo iba a recompensar mi esfuerzo. Y funcionó, supongo, y por eso estoy ahora mismo escribiendo estas líneas y no recogiendo la basura; aunque reconozco que el miedo de que la profecía de mi tutora se cumpla continúa ahí agazapado (precisamente por eso, también, sospecho que escribo: para demostrarme que se equivocaba. Quién sabe.

Se puede leer todo el post en: http://www.yorokobu.es/por-favor-nunca-me-digas-que-soy-inteligente/

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